24 agosto, 2011

Los días de Birmania

Varias son las ocasiones en que a lo largo de la –ahora titubeante- vida de este bló me he referido a Orwell. Orwell es un tipo que me cae francamente bien porque, habiendo tenido en la mano la posibilidad de acomodarse, ha actuado a la contra.


Me pasa parecido con Jünger. En ambos además concurre la condición de excelentes literatos, de esos que me han proporcionado momentos de emoción causados por libros que, en tono menor, se pueden regalar, como en voz baja, indicando ‘estoy seguro de que te gustará’.


Orwell tiene obra muy conocida, claro: Animal farm, como 1984, son lugares comunes de la literatura universal. Por supuesto, considero ambas obras sensacionales. Sin embargo, además de eso, o de Hommage to Catalonia (que es un lugar común de la progresía, que naturalmente no lo ha leido, pero cuyo conocimiento de solapa exige tener conocimiento de su existencia) y de su actitud vital (más british que la ginebra buena o el sistema parlamentario comme il faut, con MPs sólo dependientes de la defensa de los intereses de sus votantes: esa actitud consistente en no casarse con nadie por que si, sea con el sistema métrico decimal, con la conducción por la izquierda, con la excelencia del Imperio Británico o con la de la Comunidad Europea si ésta comporta estandarizar las dimensiones de los gnomos de jardín) están otro puñado de cosas. Y entre ellos, Burmese days.


En estos días de desasosiego posteriores al 29 de julio de 2011 (fecha en que una vez más he comprobado qué escasa relación con el esfuerzo y la dedicación profesional tienen las púrpuras que se obtengan o se pierdan, y cuánta dependencia, más bien, de las succiones efectuadas) he retomado esa novela. La tenía por casa de mis padres, donde empecé su lectura hace como veinte años, y allí quedó a medias leída, perdida y varada.

Curiosamente, el ejemplar que entonces tenía y perdí se intitulaba La marca. Aquí vendría bien una reflexión acerca de la perniciosa costumbre patria de retitular películas y novelas. Abyecta costumbre, peor aún que la de traducirlas o doblarlas.


En fin, orillemos tanto excursus: fui muy feliz cuando a principios de agosto, ya vacando, encontré una copia de la novela con su título correcto en un rincón de esa gloriosa librería cuyo encuentro en una esquina de Islantilla resulta completamente inverosímil y tan grandes servicios presta, verano tras verano.


La novela, cuyo decurso es perfectamente previsible, tiene un protagonista, Mr. Flory, cuyo fin es igualmente previsible. U Po King, su implícito antagonista (y digo implícito pues sólo es su enemigo por persona interpuesta) obtiene el merecido castigo por su maldad pero lo más gracioso es que tal castigo no obedece tanto a una sistemática judeocristiana si no, más bien, a una lógica extremo oriental. Dícese de Burmese Days que Orwell la escribió sobre la base de su experiencia como policía colonial. No cabe duda de que su pormenorizado conocimiento de esa sociedad en particular le facilitó los materiales para construir el decorado (el detallado conocimiento del estado en que queda la piel de leopardo si recibe incorrecto tratamiento sólo puede obedecer a experiencia personal, por poner un ejemplo chusco), pero me atrevería a decir que lo esencial en el tratamiento que reciben de Orwell los nativos, mucho menos cruel que el que administra a los sahibs (a los que destripa sin compasión alguna) obedece a ese hilo de protesta contra la injusticia que se imbrica en toda la obra de nuestro autor, mucho más que a cualquier otra cosa.


Aparte de ponderar esta novela cuya lectura les recomiendo, esta breve nota agosteña tiene como solo objeto mostrar mi aprecio por esos ingleses que son coherentes consigo mismos, como Orwell o como Martin Amis, a quienes no les tiembla la pluma si deben poner en cuestión las cosas, resultándoles completamente ajena, sin perder las maneras, la asquerosa corrección política; sensu contrario, mi absoluta distancia de los paniaguados serviles tipo Paul Preston, quien me ha venido a la memoria hoy al acabar Burmese Days, por constituir la antítesis, el 1/x de lo que Orwell representa; otra de las cosas que leí a lo largo de agosto fue una larga entrevista al referido hispanista-hooligan en que éste ponía a parir la romántica visión que se tiene de los anarquistas en España, visión que, ciertamente, bastante tiene que ver con lo que Orwell dejó escrito, he de reconocer.


Este denuesto prestoniano se debe a la sarta de sandeces que Preston vierte en dicha entrevista y, sospecho, en su panfletazo (que leeré cuando salga en edición popular, pues no pienso gastarme la pastizara que cuesta la lujosa edición de tapa dura que el omnilaureado ha puesto a la venta en primer lugar), todo lo cual se debe a su irredento comunismo. El comunismo es incompatible con muchas cosas (la dignidad entre otras), pero, sobre todo, lo es con la inteligencia.

El corolario de la nota de hoy es en definitiva la nueva demostración de este ultimo aserto, debida a Cayo Lara al invocar ayer la perdida de soberanía que comporta la reforma constitucional que va a haber que hacer para introducir un límite de déficit público. Este señor es tonto. Poco más.


Cerramos así el círculo y este breve boca a boca que he redactado, todo jumping thinking, para reanimar mínimamente Vladivostok.