
Vaya por delante que, a mí, la obra de Pérez-Reverte me gusta, en general, mucho. He leído TODOS los libros que ha publicado, y leo con frecuencia –casi sistemáticamente- el artículo ése que publica en el Semanal que se entrega junto con el Heraldo de Aragorn (periódico del que hablaré otro día, por cierto: lo merece). Algunas de sus novelas las he devorado literalmente, sin poder dejarlas. Vaya por delante, además, que a mi AP-R me cae bien, y que me gusta que alguien que escribe una columna sepa Historia de verdad, sepa Historia de España (y de la Corona de Aragón, jisjisjisjisjis) de verdad, haya leido a los clásicos de verdad. Ojo con las tres cosas que acabo de señalar: me tranquiliza pensar que si me lo tropiezo en alguna ocasión habrá guiños que comprenderemos, aunque tal vez seamos los únicos. Para concluir, le debo a Don Arturo el descubrimiento de Patrick O'Brian, cuyos veinte episodios de la serie Aubrey/Maturin me han proporcionado ilimitados placeres: a mis ojos, mérito personalísimo de AP-R.
Bueno, a lo que iba: como digo, puedo hablar de la obra de Arturo Pérez-Reverte con conocimiento de causa, y, sobre la base de tal conocimiento, me atrevo a establecer tres vectores en su obra escrita:
- Novela histórica.
- Thriller.
- Exabrupto jocoso de todo tipo.
Como lector de novela histórica con cierto conocimiento del género, creo que al Académico se le puede dar un ocho u ocho y medio sobre diez, bien cumplido: es extremadamente riguroso en formas y fondos; ya en El Húsar -aún dubitativa en estilos, debe ser la primera cronológicamente- la cosa está pero que muy bien trabajada. Aquellos que gustamos de la Historia y militaria ponderamos mucho el rigor en la descripción de momentos y lugares, de uniformes, armas y esas cosas: nuestro autor sabe e investiga. La serie Alatriste, que es el culmen del invento, no sólo tiene el encanto propio de unos contenidos cuidadísimos y unos diálogos brillantes (desde luego, cuando en 1996 escribe El Capitán Alatriste, el Maestro ya ha pulido manera, y sigue currándoselo a modo) si no también la genialidad de seguir el modelo literario-retributivo Dumas: folletonización de la literatura, con dos cojones, a la altura del siglo XXI: vamos, que se forra cada vez que saca un capitulillo con una periodicidad casi prefijada, Navidad tras Navidad. Y TODOS le compramos el libro, y lo regalamos, y triunfamos con ello, y bien a gusto TODOS. El Maestro de esgrima, que no es propiamente una novela histórica, si que se recrea, empero, en lucir el conocimiento -anterior o adquirido, tanto da- de AP-R en cuanto a la esgrima, enjaezándolo en un ambiente preciso y en el rigor moral del protagonista, todo lo que me permite meterla en este saco, con tan escaso rigor como dudas al respecto. Una preciosidad. Y qué grande es el protagonista, qué coño.
Como también soy lector de thrillers, puedo decir que AP-R gestiona con destreza también este negosi. Cachito, que a todo el mundo le pone mucho por la peliculilla aquella que hicieron, a mi no me dice gran cosa, pero luego la cosa evoluciona muy favorablemente, incluyendo La tabla de Flandes, El Club Dumas, La Piel del Tambor, La Carta Esférica (con algún matiz, como señalaré) y La Reina del Sur. Buenas novelas en su género, aunque los sevillitas más rigurosos se cabrean mucho con La Piel del Tambor por tocar temas hispalenses sensibles sin el debido respeto. En líneas generales, poco tienen que envidiar -tanto literariamente como en términos de valoración dentro del género- las mejores de esas novelas a la obra de Crichton, Grisham o Follett.
El exabrupto jocoso (descalificación a saco paco de quien considera descalificable -en muchas ocasiones con razón- con ironía contundente, mala leche bien distribuida y sin recato en el empleo de la palabrota) en el análisis sociológico catastrofista del estado de la Patria, o cuando se refiere al escasísimo conocimiento histórico del personal en España, o cuando pone a parir a TODOS los políticos, o cuando se cisca en las estulticias separatistizantes (y esto tiene mucho mérito en un cartagenero), o abominando de la corrección política me parece cojonudo: tal es lo que hace en su columna semanal; ese punto de vista se proyecta en alguno de los protagonistas de los thrillers. Es correcto, supongo que todo autor tiende a prolongarse en alguno de sus personajes. Esa parte, bien. Además, qué leches, coincido con él en muchas de las cosas que piensa y escribe.
Sin embargo, cuando en Cabo Trafalgar (novela que por lo demás me gusta mucho) hace hablar a los grumetes del Antilla cual si fuesen estudiantes muy maleducados de tercero de ESO, o cuando un capitán de navío francés usa jerga del común, la cosa chirría, máxime cuando el tipo se ha pegado la currada cósmica de diseñar perfectamente la Antilla, y, lo que es más importante, insertar su actuación en la lamentable jornada del veintiuno de octubre de 1805 con el rigor que le caracteriza. No me parece que aporte nada literariamente. Ahí está el problema, del cual se llega a ser consciente después de cierto análisis: que ha tratado de hacerlo como aplicación de una reflexión teórica al respecto. No es un juego: se está tomando a sí mismo muy en serio al hacerlo. Creo que es un error.
Y llegamos a la novela de que quería hablaros. El Pintor de Batallas. Digamos que en una entrevista que leí hace un par de fines de semana o tres en EPS Don Arturo mostraba su lado más oscuro, que viene ya exhibiendo en mayor o menor medida en su columna en los últimos tiempos. La subyacente del oscuro de ese gris es, más o menos, la siguiente (ojo, que esto es la transicripción de una suposición mía sobre su línea de pensamiento: Soy marino, voy ligero de equipaje: cuando llegue -que llegará echanlo virutas- el desastre que se cierne sobre( v/n)uestra cómoda sociedad occidental, a manos de los salvajes del sur -en cualquier de sus modalidades: morisma infamante dirigida por Muláhs crudelísimos, caníbales centroafricanos empujados por una hamburna secular-, se os van a comer con papas porque os habéis creido la falacia rousseauniana de la posibilidad de que el hombre sea bueno, cuando lo cierto es que nuestra civilización es sólo un barnicillo sobre nuestra esencia de hijoputas homicidas, y al creeros esto habéis olvidado cómo defenderos. Y yo, como voy ligero de equipaje y soy consciente de esa incómoda verdad, lo mismo yo sí que me salvo, si es que llego a mi velero. Casi se le ve. al Maestro, largando amarras en el Puerto de Cartagena -un poner- en el preciso momento en que un negro canibal se papea al práctico de dicho puerto o justo cuando un grupo de moros perniciosos hacen volar por los aires, Inch' Allah, un buen montón de los lujosos yates pecadores que hay por ahí. Y él, con esa mirada de ojos entrecerrados que da tan bien la imagen de periodistaventurerohombredeacción, cazando la mayor navegando de ceñida (si es que eso es lo físicamente posible; no sé de dónde entra el viento en Cartagena y, a diferencia de nuestro Autor, no voy a ponerme a buscarlo), navegando hacia alguna Isla semiperdida y paradisíaca donde estarán varios de los viejos colegas, mayormente pescadores, gente simple, noble de mirada franca, hombres de poca palabra -pero fiable- y actos medidos y contundentes. Gente a la que si contar el nombre del propio barco-. Habrán creado con los años ahí entre todos -quizás, oh paradoja, con cargo a los tan civilizados derechos editoriales del buen amigo Arturo- un depósito de armas, víveres y esas cosas que son necesarias para la supervivencia.
Esta situación espiritual -y es posible que AP-R se la crea de verdad, no lo niego; no lo sé, así que ahí queda- se combina con una cosa muy peligrosa, que es la condición de Académico del Maestro. Vaya por delante que AP-R tiene MUCHOS más merecimientos que muchos de los académicos de la Real (un recuerdo especial a Cebrián, que, aparte de su Padrino, no sé qué méritos tiene para estar ahí), aunque supongo que quien más, quien menos, filtrará alguna impertinencia al respecto. Aunque no creo que se lo hagan muy alto ni muy a la cara: en un muy legítimo uso de su derecho de réplica, AP-R le aplicó un varapalo de notable contundencia y diría que merecidísimo a Francisco Umbral hace algunas fechas (tuve una discusión épica con mi Augusta Madre al respecto. Doña P. es muy fans del Umbral). Pero bueno, a lo que voy. Esos tintes gris -tal vez gris sucio- se filtraban quizá también en La Carta Esférica.
Hoy, en El Pintor de Batallas, hemos llegado al summum. No diría que debe ser orillada, no. Me atrevería a decir que Pérez-Reverte, tal vez -insisto- por su estado de ánimo/creencia real en la merdaceidad implícita del mundo, o, también o alternativamente, por mor de la presión de escribir algo-que-no-se-encasille-en-los-tres-epígrafes que he citado más arriba, y que quizá no sean los adecuados-para-un-Académico (y esta es la primera vez en esta entrada que empleo el término con toda la mala hostia), se ha visto compelido a escribir un ensayo y revestirlo de novela.
La obra tiene un argumento de una simplicidad apabullante que no transcribo aquí para no reventárosla (hasta mí, verborrágico irredento como sabéis, me sobraría espacio en cuatro líneas para explicarlo). Me gustaría saber si Don Arturo ha tomado una lámina y ha esbozado -no sé si entre sus dotes artísticas está la de la pintura y/o la del dibujo- al protagonista real de la obra (esto es una obviedad, sale hasta en la entrevista de EPS; el protagonista es el cuadro). Me gusta la reflexión acerca de la pintura de batallas como género desaparecido -si bien quizá no ha pensado en los cuadros que tantos veteranos de la Segunda Guerra Mundial y aún de Viet-Nam perpetraron: punto en contra para AP-R- y ciertas pinceladas -paradójicamente- acerca de la fotografía. Eso está bien. Me jode que haya escrito algo así pues temo que de algún modo se ha visto empujado por razones ajenas a su voluntad: razones como la manutención de la gloria académica, llevar la contraria a sus enemigos, o un estado de ánimo letal. Y es que, además, ha tomado al protagonista de todas sus novelas (en todas le encuentro), y ha eliminado de él el punto noble que en todas acababa exhibiendo, le ha desprovisto de ese punto humano, demasiado humano que hacía que siempre, al final, el tipo se acabase jodiendo por la chica, o por el amigo, o por sus principios, o por algo que, qué cojones, merecía la pena. A pesar de ser tan supuestamente cabrón, tan aparentemente autosuficiente. Aquí, al final, el prota lía al otro con un alambique dialéctico bastante insostenible. Mal.
No es mala. Pero no acabo de verla. Y, además, hay un cierto preciosismo, un a modo de culteranismo que no me incomoda -evidentemente, sería yo muy cínico si así fuese-, pero que contradice la economía de medios de que tanto dice gustar Don Arturo.
Que tengáis un buen fin de semana.